A las 12.45, quince minutos después del tercer disparo, se emite la primera descripción del sospechoso. Media hora después, el agente J.D. Tippit da el alto a Oswald en el barrio de Oak Cliff. Oswald le dispara cuatro veces y huye del lugar. Poco después, Johnny Brewer ve cómo un hombre se esconde en la entrada de su zapatería al paso de unas sirenas y cómo se cuela en el cine de al lado. La policía, tras un forcejeo, detiene al sospechoso. En su bolsillo encuentran dos documentos de identidad: Lee H. Oswald y Alek J. Hidell. Son las 13:50. Mientras tanto, las autoridades han encontrado el rifle en el almacén. Esa misma noche, poco antes de las 23:30, Oswald es formalmente acusado del asesinato de Tippit y dos horas después, del asesinato de Kennedy. Ya de madrugada, el FBI rastrea el rifle hasta una tienda de Chicago que confirma que fue comprado, por correo, por un tal Alek J. Hidell. El crimen más célebre del siglo XX se resolvió en menos de 24 horas. Y es significativo que una secuencia de hechos tan sencilla y contrastada siga provocando tantos delirios conspiranoicos.
Cuando Trump anunció que desclasificaría los documentos del caso se desató una expectación que tornó en decepción cuando se abrieron los archivos. Y entonces volvió la suspicacia. Lo más fascinante de este caso no tiene que ver con Cuba, la CIA o el KGB, sino con esa incredulidad tan propia de la condición humana. Somos reacios a aceptar que individuos marginales y con ideas banales puedan cambiar la Historia. Es más confortante creer que detrás de un magnicidio hay una mente igualmente magna; una trama sofisticada de intereses y un plan ejecutado con precisión. No es fácil asumir que un pobre diablo, que aprendió a disparar en los marines, que fue un paria en la Unión Soviética y en cuyas estanterías convivían el comunismo trivial con novelas de James Bond, pueda ser el único responsable de una conmoción histórica.
La ironía quiso que el asesino del asesino banal fuera también un tipo banal, torpe y excesivo, como Jack Ruby. Ruby mató a Oswald porque estaba enfadado, y tanta simpleza aviva nuestro apetito de complejidad. Deseamos creer en intrigas y contubernios porque nos estimula y nos tranquiliza. Nos aleja de la triste realidad de que la historia pueda estar en manos de hombres grises que actúan solos.